Cuanto más buena es el alma de un hombre, menos sospecha de la maldad en otros (y luego pasa lo que pasa)
¿Por qué los buenazos acaban comiéndose todos los marrones?
A ver, vamos a decirlo sin rodeos: hay personas que nacen con el alma más blanca que la camiseta de un anuncio de detergente. Gente buena de verdad. Buena de la que te hace un bizcocho si te ve mala cara. Que te escucha sin mirar el reloj. Que cree que todo el mundo es igual de noble, de honesto y de entregado. Hasta que… ¡zasca! La realidad les da un tortazo que ni en una telenovela venezolana.
Y es que Séneca ya lo decía hace unos cuantos siglos (y con toga, que eso siempre da más credibilidad): “Cuanto más buena es el alma de un hombre, menos sospecha de la maldad en otros”. Vamos, que los buenazos no se huelen el percal hasta que están ya con el pie metido en el charco. Y no cualquier charco. No. Un charco hondo, con fango emocional, traición y un par de sapos para tragar.
La ingenuidad espiritual: ese “pequeño” problemilla
Cuando tienes un alma pura, crees que todo el mundo juega limpio. Y ahí empieza la tragicomedia.
El síndrome del buenazo empedernido
Este síndrome no está en los manuales de psicología, pero tú y yo sabemos que existe. Se manifiesta con frases como:
- “Seguro que no lo hizo con mala intención…”
- “Yo creo que simplemente estaba pasando por un mal momento…”
- “Es que tiene un corazón grande, solo que a veces se le olvida usarlo…”
¿Te suena? Pues eso.
El buenazo empedernido es esa persona que, aunque le hagan una jugada propia de culebrón turco, sigue creyendo en la bondad humana. Es como si llevara unas gafas con filtro Disney. Y claro, así no hay quien vea venir al lobo.
El alma buena, ese GPS emocional que a veces está sin cobertura
Tener un alma buena no significa ser tonto, ¡ojo! Lo que pasa es que muchas veces ese alma buena va tan enfocada en ver la luz de los demás, que se olvida de que algunos tienen interruptor… y lo tienen en modo “apagado”.
Y aquí viene el punto clave: cuando tu brújula moral siempre apunta al norte de la buena fe, corres el riesgo de acabar en la Antártida emocional, rodeado de pingüinos narcisistas y focas manipuladoras.
¿Y qué pasa cuando los buenazos despiertan?
Ay, amigo… cuando el alma buena despierta, no lo hace con suavidad ni con musiquita relajante. Lo hace como un despertador a las seis de la mañana un lunes lluvioso.
El despertar: “pero si yo solo quería que todos fuéramos felices…”
Ese momento en el que el alma noble se da cuenta de que no todo el mundo tiene buenas intenciones es un momento doloroso, pero también mágico. Es como descubrir que Papá Noel no existe… pero ahora tú puedes comprarte tus propios regalos (y mucho mejores, por cierto).
Es un momento de despertar personal, de decir: “Oye, que igual no tengo que salvar a todo el mundo. Igual algunos no quieren ser salvados. Igual algunos disfrutan de su caos… y lo quieren compartir contigo”.
El alma buena con límites: el nuevo superpoder
Aquí viene lo bonito: cuando un alma buena aprende a poner límites, no se vuelve mala. No se vuelve fría. No se convierte en una versión amargada de sí misma.
No, no, no.
Se convierte en una especie de hada madrina con GPS y control de acceso. “Yo sigo creyendo en el amor, la empatía y el poder del abrazo… pero si vienes con intenciones turbias, cariño, te quedas en la puerta”.
Y eso, mi gente, es el equilibrio emocional. Eso es inteligencia emocional nivel dios.
Pero entonces, ¿ser bueno es un problema?
¡Para nada! Ser bueno es un regalo. Lo que pasa es que hay que ser bueno… con conciencia. No con los ojos cerrados y el corazón desbordando ingenuidad como un grifo roto.
Bondad sí, pero con radar activado
Ser buena persona no implica dejar que te pisen. No implica justificar lo injustificable. Y desde luego no implica confundir compasión con sumisión.
La clave está en desarrollar ese radar que te dice:
- “Este necesita un abrazo.”
- “Esta necesita terapia, no mi energía.”
- “Este viene a por algo… y no es precisamente a sumar.”
Ese radar no se activa solo. Hay que entrenarlo. Y para eso están el autoconocimiento, la autoestima y, sí, el coaching también, claro. Que para algo estamos aquí, ¿no?
Ser luz, pero no linterna para que los demás se orienten a tu costa
Ser luz está muy bien, pero no eres un faro para iluminar barcos que ni se molestan en agradecerlo. Tú eres luz, pero también tienes interruptor. Y lo puedes apagar cuando te dé la gana si ves que lo único que atraes son polillas interesadas.
Reflexión final: la bondad no es ceguera
Querida alma buena (porque si estás leyendo esto, lo eres, no me engañes), no dejes de ser como eres. No renuncies a tu luz, tu amor por los demás, tu capacidad de ver lo bonito en la gente.
Pero, por favor, hazlo con los ojos abiertos.
Observa. Escucha. No pongas excusas a quien te miente, ni le des segundas oportunidades al que se las fuma como si fueran caramelos. Sé bueno, sí, pero también sé justo contigo mismo.
Y si alguna vez dudas, recuerda lo que decía Séneca (que, si viviera hoy, seguro tendría un podcast de coaching existencial): la bondad de tu alma no debe impedirte ver la maldad en otros. Porque si no, acabarás viviendo en una peli de terror disfrazada de comedia romántica.
¿Te ha gustado el artículo? Compártelo con esa persona que siempre justifica lo injustificable (sí, ya sabes quién). Y si tú eres esa persona… te espero con un café y una sesión de coaching. Prometo no juzgar (pero igual te suelto una indirecta muy directa con humor del bueno). 😏